EL CIERZO
En esos días en que sopla el cierzo, este viento
frío y violento se enseñorea del pueblo. Corre por las calles, dobla las
esquinas, dispersa las hojas muertas y aúlla impotente por los resquicios de
las ventanas que le impiden una entrada despejada a las casas. No hay nadie que
lo desafíe saliendo a descubierto si no es absolutamente necesario. Si alguien
lo hace va con el cuerpo curvado agarrándose boina o chaqueta con
decisión y la cabeza adelantada para
abrirse paso. A veces es posible ver una pareja que camina apresurada, y también
silenciosa porque ya conoce las restricciones que impone el cierzo. Sabe que si
alguno de ellos hace una pregunta en un grito necesario y breve no halla más respuesta
que otro grito necesario y breve de desconcierto. El cierzo los encierra en burbujas
hechas de una fina película de aire y de una gruesa cáscara de reclusión. Es mejor no
hablar, callar para que el cierzo no interrumpa, apagar el grito para que el
cierzo no censure.
El Golfo no sabe que en esos días es mejor quedarse
en casa. Las orejas gachas, los ojillos tiernos, los débiles quejidos son
peticiones mansas para salir de estas cuatro paredes, para corretear las calles
y llegar al campo. Y una vez en los caminos su voz suena en un potente ladrido
libre y satisfecho que incita a quien lo oye a revelarse contra cierzo. El juego es la implicación perfecta
en la rebeldía. No importa que trasteen con furia los altos árboles dominados, ni
que el agua silenciada de la fuente no acompañe nuestra tarde, ni que hayan
desaparecido los pájaros y la gente. Carreras arriba y abajo, gritos provocadores, alegrías cómplices y mimos,
todo sin frases que se lleve el viento, todo para vencer la soledad del
silencio impuesto por la fuerza. Mañana no sé, Golfo, pero hoy me parece que hemos
conseguido burlar al cierzo.
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