martes, 13 de septiembre de 2016

                  EL CIERZO


En esos días en que sopla el cierzo, este viento frío y violento se enseñorea del pueblo. Corre por las calles, dobla las esquinas, dispersa las hojas muertas y aúlla impotente por los resquicios de las ventanas que le impiden una entrada despejada a las casas. No hay nadie que lo desafíe saliendo a descubierto si no es absolutamente necesario. Si alguien lo hace va con el cuerpo   curvado agarrándose boina o chaqueta con decisión y  la cabeza adelantada para abrirse paso. A veces es posible ver una pareja que camina apresurada, y también silenciosa porque ya conoce las restricciones que impone el cierzo. Sabe que si alguno de ellos hace una pregunta en un grito necesario y breve no halla más respuesta que otro grito necesario y breve de desconcierto. El cierzo los encierra en burbujas hechas de una fina película de aire y de una  gruesa cáscara de reclusión. Es mejor no hablar, callar para que el cierzo no interrumpa, apagar el grito para que el cierzo no censure.

El Golfo no sabe que en esos días es mejor quedarse en casa. Las orejas gachas, los ojillos tiernos, los débiles quejidos son peticiones mansas para salir de estas cuatro paredes, para corretear las calles y llegar al campo. Y una vez en los caminos su voz suena en un potente ladrido libre y satisfecho que incita a quien lo oye a revelarse  contra cierzo. El juego es la implicación perfecta en la rebeldía. No importa que trasteen con furia los altos árboles dominados, ni que  el agua silenciada de la fuente  no acompañe nuestra tarde, ni que hayan desaparecido los pájaros y la gente. Carreras arriba y abajo, gritos  provocadores, alegrías cómplices y mimos, todo sin frases que se lleve el viento, todo para vencer la soledad del silencio impuesto por la fuerza. Mañana no sé, Golfo, pero hoy me parece que hemos conseguido burlar al cierzo. 

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