lunes, 13 de junio de 2016

El Quijote y etapas en su lectura




Hoy ¡por fin! inauguro mi blog y he querido hacerlo recordando a Cervantes y algunas de las lecturas que he hecho hasta ahora de El Quijote. En cada una de ellas he encontrado nuevos matices que me dan a entender que estos no se agotarán por mucho que lo relea. Os animo a los que aún no habéis pasado de la primera página a perder el miedo, los prejuicios, a vencer la extrañeza del anacronismo y a sumergiros en un viaje en el tiempo que os llevará al pasado y os hará entender mejor el presente de nuestra literatura.  Os animo a que lo leáis en diferentes etapas de vuestra vida, ya veréis como el libro cambia a medida que cambiáis vosotros.                              



RECORRIDO VITAL JUNTO A EL QUIJOTE  

Mi padre nos decía que había dos libros que nunca podían faltar en una casa, la Biblia y el Quijote, y allí estaban los dos, dormidos y solitarios en la estantería de un mueble. Más tarde llegó la enciclopedia. Yo los percibía como objetos ornamentales estáticos y sin vida, como figuras de porcelana. Era imposible que aquellos pseudoadornos culturales me llamaran a su lectura. Tenía tebeos y cuentos que rondaban por la casa,  mil veces releídos, mil veces amigos,  pero aquellos tomos tan inmensos, tan imponentes eran otra cosa. No recuerdo cuál fue el primer  estímulo para rescatar al Quijote de su letargo. Supongo que  el extenso imaginario popular del que gozaba la obra o quizás alguna lectura en algún libro de texto,  no puedo precisar más en mi memoria. Lo que sí puedo afirmar es que pronto llegarían a mí las resonancias de la aventura de los molinos de viento, Clavileño, el manso ejercito de carneros, el yelmo de Mambrino y sobre todo los protagonistas. La figura de Don Quijote sobre Rocinante y la de Sancho sobre un asno formaban parte de la iconografía española más difundida. Y la imagen de Cervantes, la más publicada, retrataba  un rostro delgado, barba puntiaguda y una gorguera superlativa que parecía ahogar  al bueno de “Don Miguel”. Siempre que la veía, la asociación   con su más famoso personaje era inmediata, se me antojaba Alonso Quijano vestido de domingo. Creo que todavía no he podido desprenderme de  esa sensación. Así es que decidí poner marco a todo lo que iba conociendo, conocer el contexto y el hilo conductor: “En un lugar de la Mancha…”. Extrañeza por el lenguaje, léxico que no comprendía, libros nombrados que me parecían inventados por el autor, todo ello me hizo pasar páginas hasta llegar a las aventuras que sabía me harían reír, y nada más. Esta primera e irregular lectura del libro no fue nada reveladora, no cambió nada en mí vida como sí afirman que lo hizo en las suyas algunos lectores significativos. Una niña no tiene capacidad para adentrarse en un mundo que percibía tan anacrónico, tan alejado de su mundo cotidiano. Necesitaba más tiempo y nuevas vivencias  para poder enfrentarme a una nueva lectura.
Un sistema educativo que reprobaba la lectura de los libros que sí gustaban a los jóvenes influía  también en el criterio de la mayoría de las familias. Aún así, la paga semanal de un duro ahorrada en poco más de un mes te daba la libertad suficiente  para comprar la novela que deseabas, y que leías a escondidas: “¡Más te valdría coger el libro de matemáticas!”. Lo prohibido es lo más deseable y surgió un “tráfico ilegal”, entre las amigas, de libros prestados. Poco a poco mi vida se fue llenando de pandillas aventureras, muchachos que vivían a orillas del Mississippi, mosqueteros que luchaban y amaban, un náufrago que bautizaba a un nativo con el nombre de un día de la semana, descubrías que a alguien la vida le había salido al encuentro, o que Ana Mª y Daniel habían escrito sus propios diarios; y más tarde La tía Tula, El camino, Trafalgar, El bandido adolescente, 1984, Historia de dos ciudades, Fahrenheit 451, Un mundo feliz… Las pequeñas censuras miserables y poco inteligentes no pudieron detener la pasión por la lectura de muchos jóvenes. Este fue el camino que resultó el adecuado para “enfrentarme” otra vez a la lectura de Don Quijote de la Mancha.
“En lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” Ahora ya sí podía ver la ironía del autor, sabía que eran reales los títulos nombrados en el escrutinio y podía aceptar con menos extrañeza su lenguaje. Un lenguaje que  incluso me produjo la sugestión de investigar sobre él: ¿qué significaban esas palabras desconocidas o de dónde venían aquellas que se parecían a las que yo usaba? Empecé también a querer a Don Quijote, al caballero de la Triste Figura, al loco-cuerdo, al justo en su locura, al amigo de Sancho Panza, al jinete de Rocinante,  y sobre todo a Alonso Quijano el Bueno. Me enamoré de su deseo de “desfacer tuertos”, de su respeto a Marcela, y me dolían las burlas innobles de los duques antes que moverme a la risa. Creo que estaba contagiada de ese espíritu idealista que mueve a los jóvenes, y con esa digna “enfermedad” resolví la lectura.

“En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Ahora, el Quijote es un libro amigo, que me incita a saber más de él, a detectar intertextualidades, a descubrir motivaciones del autor diferentes a las conocidas, influencias no descubiertas que te  revelen nuevas formas de leerlo. Incluso voy adivinando el tono preciso de lectura, tan alejado de la ampulosidad a la que nos tenían acostumbrados. Permanente reto para las personas que se cuestionan todo, que no dan nada por resuelto. Es el libro mágico que trasciende más allá de sus páginas, que guarda pequeñas bromas ya conocidas o quizás grandes burlas no descubiertas ni por los más sesudos cervantistas que seguro hacen revolcarse de la risa (si tal cosa es posible en una tumba) a “Don Miguel”. Es el libro que provoca interrogantes  tal vez incontestables  al mismo tiempo que guarda repuestas a las  preguntas que nunca te has hecho. Es el libro, en fin, amigo, mágico, incitante, trascendente en algunas ocasiones, irónico siempre que toma el pulso a tu propia evolución vital.