Hoy ¡por fin! inauguro mi blog y he querido hacerlo recordando a Cervantes y algunas de las lecturas que he hecho hasta ahora de El Quijote. En cada una de ellas he encontrado nuevos matices que me dan a entender que estos no se agotarán por mucho que lo relea. Os animo a los que aún no habéis pasado de la primera página a perder el miedo, los prejuicios, a vencer la extrañeza del anacronismo y a sumergiros en un viaje en el tiempo que os llevará al pasado y os hará entender mejor el presente de nuestra literatura. Os animo a que lo leáis en diferentes etapas de vuestra vida, ya veréis como el libro cambia a medida que cambiáis vosotros.
RECORRIDO VITAL JUNTO A EL QUIJOTE
Mi padre nos decía que había dos libros que nunca podían
faltar en una casa, la Biblia y el Quijote, y allí estaban los dos, dormidos y
solitarios en la estantería de un mueble. Más tarde llegó la enciclopedia. Yo
los percibía como objetos ornamentales estáticos y sin vida, como figuras de
porcelana. Era imposible que aquellos pseudoadornos culturales me llamaran a su
lectura. Tenía tebeos y cuentos que rondaban por la casa, mil veces releídos, mil veces amigos, pero aquellos tomos tan inmensos, tan
imponentes eran otra cosa. No recuerdo cuál fue el primer estímulo para rescatar al Quijote de su
letargo. Supongo que el extenso
imaginario popular del que gozaba la obra o quizás alguna lectura en algún
libro de texto, no puedo precisar más en
mi memoria. Lo que sí puedo afirmar es que pronto llegarían a mí las
resonancias de la aventura de los molinos de viento, Clavileño, el manso
ejercito de carneros, el yelmo de Mambrino y sobre todo los protagonistas. La
figura de Don Quijote sobre Rocinante y la de Sancho sobre un asno formaban
parte de la iconografía española más difundida. Y la imagen de Cervantes, la
más publicada, retrataba un rostro
delgado, barba puntiaguda y una gorguera superlativa que parecía ahogar al bueno de “Don Miguel”. Siempre que la veía,
la asociación con su más famoso
personaje era inmediata, se me antojaba Alonso Quijano vestido de domingo. Creo
que todavía no he podido desprenderme de esa sensación. Así es que decidí poner marco a
todo lo que iba conociendo, conocer el contexto y el hilo conductor: “En un
lugar de la Mancha…”. Extrañeza por el lenguaje, léxico que no comprendía,
libros nombrados que me parecían inventados por el autor, todo ello me hizo
pasar páginas hasta llegar a las aventuras que sabía me harían reír, y nada
más. Esta primera e irregular lectura del libro no fue nada reveladora, no
cambió nada en mí vida como sí afirman que lo hizo en las suyas algunos
lectores significativos. Una niña no tiene capacidad para adentrarse en un
mundo que percibía tan anacrónico, tan alejado de su mundo cotidiano.
Necesitaba más tiempo y nuevas vivencias para poder enfrentarme a una nueva lectura.
Un sistema educativo que reprobaba la lectura de los
libros que sí gustaban a los jóvenes influía también en el criterio de la mayoría de las
familias. Aún así, la paga semanal de un duro ahorrada en poco más de un mes te
daba la libertad suficiente para comprar
la novela que deseabas, y que leías a escondidas: “¡Más te valdría coger el
libro de matemáticas!”. Lo prohibido es lo más deseable y surgió un “tráfico
ilegal”, entre las amigas, de libros prestados. Poco a poco mi vida se fue
llenando de pandillas aventureras, muchachos que vivían a orillas del
Mississippi, mosqueteros que luchaban y amaban, un náufrago que bautizaba a un
nativo con el nombre de un día de la semana, descubrías que a alguien la vida
le había salido al encuentro, o que Ana Mª y Daniel habían escrito sus propios
diarios; y más tarde La tía Tula, El
camino, Trafalgar, El bandido adolescente, 1984, Historia de dos ciudades, Fahrenheit
451, Un mundo feliz… Las pequeñas censuras miserables y poco inteligentes no
pudieron detener la pasión por la lectura de muchos jóvenes. Este fue el camino
que resultó el adecuado para “enfrentarme” otra vez a la lectura de Don Quijote de la Mancha.
“En lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme…” Ahora ya sí podía ver la ironía del autor, sabía que eran reales
los títulos nombrados en el escrutinio y podía aceptar con menos extrañeza su
lenguaje. Un lenguaje que incluso me produjo
la sugestión de investigar sobre él: ¿qué significaban esas palabras
desconocidas o de dónde venían aquellas que se parecían a las que yo usaba?
Empecé también a querer a Don Quijote, al caballero de la Triste Figura, al
loco-cuerdo, al justo en su locura, al amigo de Sancho Panza, al jinete de
Rocinante, y sobre todo a Alonso Quijano
el Bueno. Me enamoré de su deseo de “desfacer tuertos”, de su respeto a
Marcela, y me dolían las burlas innobles de los duques antes que moverme a la
risa. Creo que estaba contagiada de ese espíritu idealista que mueve a los
jóvenes, y con esa digna “enfermedad” resolví la lectura.
“En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Ahora, el Quijote es
un libro amigo, que me incita a saber más de él, a detectar intertextualidades,
a descubrir motivaciones del autor diferentes a las conocidas, influencias no
descubiertas que te revelen nuevas formas
de leerlo. Incluso voy adivinando el tono preciso de lectura, tan alejado de la
ampulosidad a la que nos tenían acostumbrados. Permanente reto para las
personas que se cuestionan todo, que no dan nada por resuelto. Es el libro
mágico que trasciende más allá de sus páginas, que guarda pequeñas bromas ya
conocidas o quizás grandes burlas no descubiertas ni por los más sesudos
cervantistas que seguro hacen revolcarse de la risa (si tal cosa es posible en
una tumba) a “Don Miguel”. Es el libro que provoca interrogantes tal vez incontestables al mismo tiempo que guarda repuestas a las preguntas que nunca te has hecho. Es el
libro, en fin, amigo, mágico, incitante, trascendente en algunas ocasiones,
irónico siempre que toma el pulso a tu propia evolución vital.